A 11 años de la trágica desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa , la participación del Ejército mexicano sigue siendo un tema espinoso, rodeado de opacidad y controversia política.
Aquella noche aciaga, 43 jóvenes estudiantes de la Normal Isidro Burgos desaparecieron y no sabemos dónde están.
El gobierno actual, liderado por la presidenta Claudia Sheinbaum, ha respondido al caso de los normalistas desaparecidos en Iguala, Guerrero, entre el 26 y 27 de septiembre de 2014, con la promesa de “verdad y justicia”. Sin embargo, a más de una década de este suceso que ha marcado profundamente a la sociedad mexicana, las preguntas siguen sin respuesta.
Isidoro Aguilar, el nuevo abogado del caso —quien ha acompañado a los familiares desde 2014—, asegura que está trabajando junto a ellos para definir el camino a seguir y determinar qué acciones son necesarias para esclarecer lo ocurrido.
Durante estos años, el caso ha estado lleno de procesos judiciales intermitentes y la inclusión de numerosas personas en las investigaciones.
Desde el primer instante, un muro se alzó en el camino de la justicia: el silencio atronador de nuestras propias fuerzas armadas. A pesar de que la inteligencia militar seguía de cerca a estos jóvenes, a pesar de que el 27 Batallón de Infantería en Iguala tenía conocimiento directo de los sucesos, la narrativa oficial se empeñó en borrar cualquier rastro de participación castrense. Este silencio, lejos de disiparse con el paso de los años, se ha consolidado como una barrera de dolor y frustración que impide el avance de la verdad.
Dos administraciones anteriores tuvieron en sus manos la responsabilidad de sanar esta herida, pero el dolor persiste. El gobierno de Enrique Peña Nieto optó por sepultar la verdad bajo una “verdad histórica” prefabricada, que exculpaba al Ejército y señalaba a otros. Fue un intento cruel de cerrar el capítulo sin haberlo leído. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador, por su parte, prometió abrir los archivos militares, pero se topó con la férrea resistencia de las Fuerzas Armadas, evidenciando que hay poderes que se resisten a ser cuestionados, incluso por la más alta autoridad.
La creación de la Comisión para la Verdad, si bien encendió una pequeña llama de esperanza, pronto se vio empañada por la opacidad y la falta de colaboración. La Sedena, en lugar de tender una mano, ha entregado datos a cuentagotas, omitiendo registros clave y negando el acceso a comunicaciones internas que podrían arrojar luz sobre el papel del Ejército. Es un juego cruel con la desesperación de las familias.
El blindaje informativo que protege al Ejército se extiende también a los medios de comunicación, donde la narrativa oficial suele exaltar su rol, minimizando o ignorando su posible implicación. Es una distorsión de la realidad que busca adormecer la conciencia colectiva.
Por otro lado, la irrupción de normalistas en el Campo Militar 1 el pasado jueves, con la quema de un vehículo y el derribo de una puerta, fue mucho más que un acto de protesta. Fue un grito desesperado, una acción cargada de simbolismo, una ruptura con el pacto de silencio que ha protegido al Ejército durante once largos años. Fue la rabia y el dolor transformados en un acto de desafío.
Ayotzinapa trasciende la esfera de un simple caso judicial; es una lucha encarnizada por la memoria, un derecho inalienable de las familias de las víctimas a conocer la verdad. Esta fecha es un recordatorio constante de que la impunidad no puede ser la norma, y de que la búsqueda de la verdad y la justicia debe continuar hasta que se haga plena luz sobre este crimen atroz.
[SRC] https://www.sdpnoticias.com/opinion/ayotzinapa-11-anos-del-horror/