Hemos dado por sentado que el régimen necesita la polarización. Es el nutriente principal de su política: nosotros y los otros; los otros son corruptos y nosotros somos honestos: no somos iguales; el pasado neoliberal no aportó nada, nada; la sociedad se divide entre chairos y fifís, entre nosotros y los conservadores; los otros mienten, roban, traicionan a la patria, nosotros encarnamos al pueblo, a la nación y su futuro.
Empero, la pugna azuzada desde el poder acaba por envenenar la convivencia y por desafiar la vida del régimen que la promueve. Hay una larga lista de estados que han sucumbido por esa razón: por incapacidad para crear condiciones de armonía entre su gente. Tengo muy presente la teoría de Hermann Heller, quien advertía que un Estado no puede sobrevivir por mucho tiempo sin soberanía y sin “cooperación social territorial”, a partes iguales.
Asumir que el pivote principal (y quizás el único) de la afirmación propia es la anulación y, de ser posible, la destrucción de todos los demás, es la ruta corta hacia el conflicto y hacia la guerra entre los más violentos y los más intolerantes. Ese fue el eje del discurso de AMLO desde sus primeros atisbos como líder de oposición; una amenaza permanente: “quien no está conmigo está contra mí”.
Puedo entender que López Obrador haya elegido ese camino como estrategia para llegar y afirmarse en el poder. Pero una vez ganado casi todo, ese discurso de política machista, intolerante e intransigente está enervando al país y está encerrando al gobierno en una posición cada vez más contradictoria entre las palabras y los hechos.
Recuerdo que, al principio del sexenio, un amigo mío cercano colaborador de López Obrador, quiso convencerme de sus ideas con un argumento que me recordaba a Sendero Luminoso: “Nosotros vamos a tirar las bardas y las estructuras que levantaron las elites corruptas del país. Ya después vendrán ustedes a construir pluralidad”. Era el discurso del roza, tumba y quema para una nueva siembra. Yo le retobé acusándolo de respaldar una política machista: “a ver quién puede más, a ver quién es más potente”.
Para darle oxígeno al argumento de la supremacía moral que ha sido abollado por Adán Augusto López, el Almirante Ojeda y Alfonso Romo —entre muchos otros— los “genios” de la comunicación política del régimen han optado por darle toda la visibilidad posible a Alito Moreno y a Ricardo Salinas Pliego: dos adversarios de diseño. Uno es el epítome de la corrupción y la ignorancia supina de la oposición; y el otro, de la élite económica encumbrada por Salinas de Gortari. Mejor imposible, para repetir el mantra de “no somos iguales”. “¿No quieren a los nuestros? Pues ahí tienen a los suyos”.
En el camino, sin embargo, el sistema político mexicano sigue degradándose, siguen emergiendo trapos sucios, siguen apareciendo episodios de violencia, siguen creciendo las descalificaciones, los insultos, las amenazas y los agravios hacia cualquiera que se sale del huacal y siguen cerrándose todos los espacios disponibles para enfrentar los problemas que agobian al país sin anteponer el odio ante la diferencia de opiniones.
No tengo ninguna duda de que la reforma electoral que está urdiendo Pablo Gómez consolidará, a un tiempo, la polarización y la hegemonía del régimen. Para eso lo están haciendo: para eliminar cualquier riesgo de perder poder, sin cancelar los comicios. Pero tampoco dudo de que la gobernanza del país se les seguirá escurriendo entre las manos, mientras van culpando a sus adversarios, a sus críticos, a Donald Trump, a los empresarios, a los intelectuales, a la prensa, a la sociedad civil, al pasado o a cualquier otra cosa que se cruce en su camino, porque esa es la clave de su éxito: no necesitan a nadie, porque son moralmente perfectos.
Investigador de la Universidad de Guadalajara
[SRC] https://www.eluniversal.com.mx/opinion/mauricio-merino/homo-homini-lupus/